Cerremos los ojos por un instante e intentemos imaginar Buenos Aires y sus alrededores en 1810. Olvidemos la luz eléctrica que ilumina nuestras noches, el murmullo constante del tráfico, la velocidad de internet. Aquel era un mundo que se movía a otro ritmo, dictado por el sol, las estaciones y la fuerza de hombres y animales. La vida cotidiana, lejos de los grandes eventos de la Revolución que estudiamos, transcurría entre costumbres, trabajos y desafíos muy distintos a los nuestros. Acompañanos a espiar cómo era la vida en Buenos Aires en 1810.
Que Vas a Encontrar en este artículo
El Corazón del Hogar: Entre Patios, Aljibes y Muros Gruesos
Las casas de 1810, ya fueran humildes ranchos de adobe y paja en las orillas o casonas más sólidas de ladrillo y teja en el centro, compartían una estructura similar. Solían tener pocas habitaciones, conectadas a menudo directamente con el exterior o un patio central, sin los pasillos internos a los que estamos acostumbrados. La privacidad era un concepto diferente. El verdadero centro de la vida familiar era el patio. Allí, bajo el sol o las estrellas, se realizaban gran parte de las tareas diarias: se cocinaba en fogones o braseros, se lavaba la ropa a mano con jabones caseros, se charlaba, jugaban los niños y se compartían los mates. El agua no salía de una canilla; se extraía con esfuerzo del aljibe –esa cisterna que recogía el agua de lluvia– o de un pozo, siendo un recurso valioso que no se desperdiciaba. Dentro, los ambientes eran frescos gracias a los anchos muros que aislaban del calor y del frío. La luz natural era la principal fuente de iluminación durante el día, complementada al caer la noche por velas de sebo o lámparas de aceite, que apenas mitigaban las sombras. Los muebles eran funcionales y escasos: robustas mesas y bancos de madera, camas con armazones simples y quizás algún baúl para guardar las pocas pertenencias y la ropa. Los suelos más comunes eran de tierra apisonada o, en las casas más pudientes, de ladrillos o baldosas rústicas. ¿Y el baño? Una letrina en el fondo del terreno o, en muchos casos, la simple naturaleza.
Vestir en 1810: Distinción de Clases a Simple Vista
La ropa era un claro indicador de la posición social. Caminar por las calles de tierra de Buenos Aires era ver un desfile de contrastes. Las clases altas, conectadas con las modas europeas, exhibían su estatus: los hombres vestían levitas ajustadas, camisas con volados, calzones, medias de seda, zapatos con hebillas, sombreros de copa y a menudo portaban bastón. Las mujeres de élite lucían vestidos largos y voluminosos sobre varias enaguas y corsés apretados, se adornaban con mantillas, chales y peinetones, y usaban abanicos tanto para el calor como para la coquetería. Las telas eran importadas: sedas, terciopelos, finos algodones. En cambio, las clases populares –gauchos, artesanos, vendedores ambulantes, lavanderas– usaban prendas mucho más sencillas, prácticas y adaptadas al trabajo y al clima local. Los hombres vestían chiripás o bombachas de campo, camisas de lienzo crudo, chalecos y el infaltable poncho para abrigarse. Calzaban botas de potro o alpargatas. Las mujeres llevaban faldas simples, blusas de algodón y rebozos o pañuelos en la cabeza. Muchas de estas prendas se confeccionaban en casa, con lanas hiladas y tejidas localmente o lienzos resistentes. Lavar estas ropas pesadas era una tarea agotadora, realizada a mano en el río o en grandes tinas.
Sabores de Época: Carne, Maíz y Conservas Caseras
La dieta diaria estaba marcada por lo que ofrecía la tierra y la estación. La carne vacuna era abundante y relativamente barata en la región pampeana, siendo la base de la alimentación. Pero el asado no era el ritual social de hoy; a menudo se hacía “al palo”, clavando grandes trozos de carne en una estaca cerca del fuego, o directamente sobre las brasas. Platos como el locro (un guiso potente a base de maíz, porotos, zapallo y carne), la mazamorra (un postre o desayuno de maíz blanco hervido) y diversos guisos y pucheros eran habituales en las mesas populares. El maíz, en todas sus formas, era fundamental. El pan se hacía en casa, en hornos de barro, o se compraba en las pocas panaderías existentes. La conservación de alimentos era un desafío sin heladeras. La carne se secaba al sol para hacer charqui, se salaba o se guardaba en grasa. Las frutas se convertían en mermeladas o dulces muy azucarados. La grasa animal era un ingrediente omnipresente, usada para cocinar y conservar. El mate, compañero inseparable, se tomaba generalmente amargo y compartido, siguiendo un ritual social. La yerba mate llegaba trabajosamente desde las misiones jesuíticas o Paraguay. Para los adultos, el vino (producido en Cuyo o importado de España) y la chicha (una bebida fermentada de maíz) eran consumos frecuentes. En los días de fiesta, las cocinas se llenaban de aromas especiales: empanadas fritas o al horno, pastelitos de dulce, tortas fritas y otros manjares que requerían largas horas de preparación, a menudo con la ayuda indispensable de criadas o esclavas.

El Mundo del Trabajo: Roles Marcados por Clase, Género y Origen
La ocupación de una persona dependía enormemente de su origen social y de si vivía en la ciudad o en el campo. En el Buenos Aires urbano, los hombres de las clases acomodadas podían ser comerciantes, funcionarios del Cabildo o del Virreinato, militares de carrera o clérigos. Había también una capa de artesanos (plateros, zapateros, carpinteros, sastres) y pequeños comerciantes. Las mujeres de la élite se dedicaban a la gestión del hogar, la crianza de los hijos y la organización de la vida social (las famosas tertulias). Las mujeres de sectores populares, en cambio, trabajaban incansablemente: como lavanderas en el río, vendedoras ambulantes (mazamorreras, empanaderas), costureras o en el servicio doméstico. En el vasto mundo rural, la vida giraba en torno a la ganadería. Estaban los grandes estancieros, dueños de la tierra y el ganado; los capataces y los peones, que realizaban las tareas a caballo; y los agricultores en menor medida. Un componente fundamental y trágico de esta sociedad era la esclavitud. Miles de personas de origen africano eran consideradas propiedad y forzadas a realizar los trabajos más duros, tanto en las casas de la ciudad (cocina, limpieza, cuidado de niños) como en las estancias o en oficios urbanos, sin derechos ni libertad. Su presencia y su trabajo eran parte integral de la economía y la vida cotidiana. Los niños, especialmente los de familias pobres, comenzaban a trabajar desde muy temprana edad, ayudando en las tareas familiares o aprendiendo un oficio. La infancia, tal como la concebimos hoy, era un lujo para pocos.
Saber y Creer: Educación Escasa y Fe Profunda
El acceso al conocimiento era extremadamente limitado. La gran mayoría de la población era analfabeta. Solo los hijos varones de las familias más ricas podían aspirar a una educación formal, ya sea con tutores privados en casa o asistiendo a las escasas escuelas, muchas de ellas administradas por órdenes religiosas (como el Real Colegio de San Carlos). Allí se enseñaban las primeras letras, rudimentos de cálculo y, sobre todo, doctrina cristiana. Las oportunidades educativas para las niñas eran aún menores, centradas en labores domésticas y religión. La religión católica impregnaba todos los aspectos de la vida. Las campanas de las iglesias marcaban el ritmo del día, y la asistencia a misa los domingos y días festivos era una obligación social y religiosa ineludible. Las celebraciones religiosas (Semana Santa, Corpus Christi, fiestas patronales) eran los eventos sociales más importantes del año, con procesiones solemnes, misas cantadas, ferias populares y comidas especiales que reunían a toda la comunidad. La fe ofrecía consuelo, explicaciones sobre el mundo y un fuerte marco de cohesión social.
Salud y Enfermedad: Entre la Precariedad y la Fe
La vida en Buenos Aires en 1810 implicaba una gran vulnerabilidad frente a las enfermedades. La medicina estaba en pañales; no se conocían las causas de la mayoría de las infecciones y no existían antibióticos, anestesia moderna ni la mayoría de las vacunas que hoy nos protegen. Enfermedades como la viruela, el sarampión, la tuberculosis o simples infecciones podían ser fatales. La higiene era deficiente según nuestros estándares, lo que facilitaba la propagación de epidemias. Había pocos médicos formados, y sus métodos a menudo incluían prácticas hoy descartadas como las sangrías (extraer sangre para “equilibrar los humores”), el uso de purgantes o la aplicación de cataplasmas con hierbas. La cirugía era extremadamente riesgosa. Por eso, gran parte de la población confiaba más en los curanderos, las parteras empíricas y los remedios caseros transmitidos de generación en generación, una mezcla de saberes populares, herboristería y fe. La mortalidad infantil era altísima.
Calles de Tierra, Ritmo Lento: Moverse y Comunicarse
Las calles de Buenos Aires eran mayormente de tierra. Los días de sol levantaban polvaredas; los días de lluvia se convertían en barrizales intransitables, llenos de pozos y desperdicios. La forma más común de moverse era a pie. Quienes podían permitírselo usaban caballos, el medio de transporte por excelencia. Para cargas o viajes más largos, estaban las carretas tiradas por bueyes, lentas y pesadas, o los carruajes y galeras para pasajeros, reservados para los más pudientes. Cruzar la ciudad o viajar entre localidades era una empresa que requería tiempo y paciencia. La comunicación, como vimos con el sistema de postas, era igualmente lenta y condicionada por estas dificultades.

Ocio y Encuentro: Pulperías, Tertulias y Fiestas
A pesar de las durezas, también había espacio para el esparcimiento. Para los sectores populares, especialmente en el campo y las orillas de la ciudad, la pulpería era el gran centro social. Mitad almacén de ramos generales, mitad bar, allí se podía comprar desde yerba, tabaco y ginebra hasta herramientas o telas. Pero sobre todo, era un lugar para encontrarse, charlar, escuchar a un payador improvisar versos con su guitarra, jugar a los naipes, a los dados o a la taba (un juego de habilidad con un hueso de animal). Las clases altas tenían sus propios espacios de sociabilidad: las tertulias. Eran reuniones en casas particulares donde se conversaba sobre política o novedades llegadas de Europa, se leía poesía, se escuchaba música (piano, violín, arpa) y se bailaban danzas de salón como el minué o la contradanza. La música y el baile eran transversales a todas las clases. En las fiestas populares resonaban la cifra, la vidalita, el cielito, acompañadas por guitarras y, a veces, acordeones o violines. Eran momentos de alegría colectiva que rompían la monotonía del trabajo.

La vida cotidiana en 1810 era, en definitiva, un tejido complejo de trabajo arduo, fuertes lazos comunitarios, profundas diferencias sociales, una fe omnipresente y una constante lucha contra las limitaciones materiales y naturales. Un mundo más lento, más silencioso en algunos aspectos y más ruidoso en otros, con olores y sabores intensos, y una percepción del tiempo y la distancia radicalmente diferente.
Comprender cómo vivían, qué comían, cómo vestían y en qué creían aquellos hombres y mujeres nos ayuda a entender mejor las raíces de nuestra propia sociedad.
Hermoso texto!!!! Gracias!!!!!👏👏👏